Nunca Me Abandones, de Kazuo Ishiguro

La traída y llevada condición humana, gran tema de la literatura general, lleva milenios explorándose, tratando de esclarecerse. En este sentido, la literatura ha sido la precursora de todas las ciencias hoy encargadas de explicar al hombre, tales como la psicología, la sociología, la antropología o las actuales neurociencias. No obstante, en la actualidad nos percatamos de que esta condición humana, a la que seguimos dando vueltas, no es ni mucho menos fija o inmutable, sino que bien puede cambiar en un futuro (quizá cercano) gracias a la disrupción tecnológica. En efecto, las tecnologías biomédicas pueden alterar nuestro genoma y por tanto nuestra condición, dando paso a una condición humana diferente. La literatura de propósito estético e indagatorio tendrá ahí un nuevo objeto de estudio, o al menos deberá asumir cambios sustanciales en su viejo objeto de estudio. Habrá de explorar al nuevo ser humano y también las nuevas conciencias no humanas surgidas de la tecnología.

La exploración del yo de aquellos entes similares a lo humano pero no totalmente humanos (o cuya humanidad sea objeto de discusión) hace tiempo que fue inaugurada en el ámbito literario. Las inteligencias artificiales, en concreto el enfoque ético de dichas inteligencias en colisión con la escurridiza ética humana, ya ocupó a autores como Ian McEwan en su formidable Machines Like Me; por su parte el yo desde el punto de vista de una inteligencia artificial también ha sido tema del propio Kazuo Ishiguro en Klara y el Sol. Y fue en una novela anterior (año 2005) en la que el británico de origen japonés se lanzó a narrar el mundo interno de los seres clónicos: Never Let Me Go. Ishiguro es un autor formidable, tal vez de los mejores de cuantos escriben a día de hoy en cualquier lengua o lugar del mundo. No sólo por su categoría y talento, y su capacidad de absorber la atención del lector; también por haber abierto camino con algunos de los que serán nuevos temas esenciales de la civilización humana, y su indagación estético-literaria.

¿Ante todo, qué es un clon? Se trata de un ser que se obtiene a partir del material genético de una de las células de un determinado individuo; este material genético se inyecta luego en una célula germinal (óvulo) de un segundo individuo. A partir de este óvulo se formará luego un amasijo de células con el material genético transferido. El amasijo se irá transformando, mediante diferenciación en múltiples tejidos, en un ser que será por tanto genéticamente idéntico al donante original. ¿Pero será totalmente humano este ser? En principio sí, habría de serlo. Al menos en un sentido estrictamente material, biológico. La totalidad de su organismo y su cerebro serán obviamente de igual complejidad a la de un humano convencional, y su desarrollo posterior será similar al de cualquier humano a lo largo de cada una de sus etapas vitales de aprendizaje y asimilación de experiencias, y conformación de su red neuronal. Esto en teoría. Porque en realidad, su consideración o no de humano va a depender de lo que establezca la sociedad acerca de él, de la consideración final a que llegue la cultura, la ética o la política. Vamos, los humanos convencionales decidirán si los clones son igual de humanos que ellos, o por el contrario serán tan sólo una especie de animales proveedores de órganos, pongamos por caso.

Los animales (los humanos y el resto) son biología, pero también cultura asociada. Esa cultura reviste a la biología, y altera y modifica la naturaleza de las cosas. (Podría incluso señalarse, que en esta época concreta, de cierta aversión política a la biología, somos ante todo cultura). Por tanto, el clon verá establecido su estatus en función de si decidimos graciosamente hacerlo acreedor de nuestros mismos derechos, los derechos humanos. Pero tal vez las necesidades médicas, las industrias biotecnológicas o la política presupuestaria decidan otra cosa. ¿Qué clase de vida aguarda entonces a estos seres, mientras nosotros tenemos a bien el clarificar su estatus? Si repasamos la historia de nuestra civilización, ciertas culturas humanas dominantes tuvieron una fuerte tendencia a considerar subhumanos, o poco menos, a razas o grupos que en realidad tan sólo presentaban tenues diferencias cromáticas. ¿Qué sucedería entonces con los clones?

Never Let me Go nos refiere en primera persona el punto de vista de uno de estos seres (Kathy) y se centra en ella y en otros dos, Tommy y Ruth, aunque la narración se toma algún tiempo en aclararnos que se trata de clones tecnológicamente obtenidos a partir de originales humanos. Así, Ishiguro va desvelándolos, o dejando que se desvelen a sí mismos, a lo largo de varios capítulos. La acción arranca en una Inglaterra alternativa, hacia finales de los 1990s o principios de los 2000s en Hailsham, un lugar fácilmente reconocible (o eso nos parece) como una suerte de internado británico típico, en el que conviven un grupo de jóvenes cuyas peripecias vitales ellos mismos nos van relatando. Sus pensamientos, sus esperanzas, sus iniciaciones, sus sueños. En ese internado se han formado desde su infancia y ahí siguen a lo largo de su adolescencia y primera juventud, atravesando las diversas etapas formativas y vitales. Algo extraño, no obstante, parece rodear a estos jóvenes, y así lo percibe el lector. El supuesto internado parece un lugar aislado, en una Inglaterra más o menos familiar aunque con algún rasgo extraño. En Hailsham parece regir una desconcertante economía basada en el trueque y los intercambios con el exterior, y estos no son demasiado ágiles ni fluidos. Y la vida interior de estos jóvenes, en especial de Kathy, la narradora, nos resulta algo uncanny. En seguida descubrimos ciertos elementos raros o inconsistentes, y las conciencias del trío protagonista van mostrando su peculiaridad. Hay un cierto sabor inequívocamente kafkiano: evaluaciones desconcertantes de los hechos, la desproporción entre acciones y sus consecuencias, definitiva extrañeza en las relaciones. Extraños afectos y fidelidades, relaciones extrañas.

El lector experimenta cierta inquietud ante esta textura kafkiana de pensamientos y relaciones. Nos asalta la duda ¿Es esto una técnica literaria de ishiguro? Después de todo, Kafka es una presencia tan formidable (el Dante de la época, según Harold Bloom) que uno podría preguntarse si existe algún autor contemporáneo totalmente libre de su influencia. Pero quizá no se trate de una técnica o influjo literario: puede ser que esa extrañeza sea simplemente la del mundo mental de esos jóvenes, como si su misma naturaleza, identidad y pensamientos fuera radicalmente extraña. Kafkiana.

Avanzada la narración, comprendemos pues que estos jóvenes son clones. El mundo de Never Let Me Go es una especie de mundo paralelo, alternativo, lo que nos hace pensar en el McEwan de Maquinas Como yo, que transcurría en un 1982 alternativo. También la novela de Ishiguro sucede en una Inglaterra paralela en torno a 2000, y se trata de un mundo en el que las ciencias que han explosionado más fuertemente parecen ser las ciencias biológicas, y quizá tal vez no tanto las físicas/computacionales como ha sucedido en nuestra línea temporal. (En ese 2000 alternativo, la tecnología computacional/de información/reproducción y sus dispositivos, tan omnipresentes, en nuestra línea temporal, parecen algo rezagados, como si en lugar de 2000 fuesen los años setenta u ochenta). Pero la biología sí ha explosionado hasta el punto de que una tecnología biomédica tan extrema como la clonación humana no sólo se ha logrado sino que forma parte del paisaje técnico establecido. Esto nos recuerda, dicho sea de paso, que la ciencia tiene caminos algo inciertos: puede expandirse fuertemente en determinadas direcciones, y muy poco o nada en otras. Y esas direcciones vendrán determinadas por los azares de la política, la historia o las mutaciones culturales impredecibles.

Y esa biología tan avanzada ha impactado en la cultura y sociedad humanas de manera similar, o si cabe con mayor fuerza, a la ciencia física y computacional en nuestro mundo ¿Cómo es la existencia de estos clones, estos seres emanados de la tecnología? Descubrimos que al principio, el papel que se les asignó fue tan sólo el de proveedores de órganos para una sociedad envejecida y muy necesitada de ellos. Luego fue surgiendo la preocupación ética en torno a la vida y dignidad de los clones. ¿Son acreedores de nuestros mismos derechos? Mientras la sociedad se aclara, ha surgido un movimiento en su defensa que exige que sean tratados con más o menos humanidad en unos internados habilitados especialmente para ellos, y en el que han de prepararse para el único cometido auténtico de sus vidas: las donaciones. Su destino final sigue siendo pues el de ser proveedores de órganos, y esas donaciones de las que, a lo largo de la vida del clon, se producen varias (de dos a cuatro) hasta la extinción o muerte del individuo. En definitiva, una vida absurda y cruel para unos seres cuya complejidad psicológica y emocional en realidad no está por debajo de la humana. Y es que los tres protagonistas de Never Let me Go son perfectamente reconocibles como humanos. Kathy es reflexiva e interrogativa; Tommy se nos aparece confuso, algo retraído y dubitativo; Ruth por su parte es arrojada y rebelde. Tres psicologías humanas típicas que interactúan e indagan. Y el resultado de tal indagación es un mundo sin sentido, o de sentido difícil y enigmático. Un poco como el nuestro, el de los humanos convencionales.

Nunca Me Abandones es el título de una canción que forma parte de los recuerdos más queridos de Kathy. Un día, en su habitación del internado, mientras suena la canción y Kathy la tararea bailoteando amorosamente abrazada a una muñeca, tal vez imaginando la maternidad, es vista de manera fortuita por una de las profesoras. Al retirarse esta, Kathy le descubre una mirada como de pena y contrición, y de vago horror, y sólo al cabo del tiempo Kathy comprenderá su significado. En otro momento, Kathy evoca como otra profesora parecía apartarse de ella y otros de sus compañeros como con un indicio de miedo o repulsión cuando el grupo se le acercaba. Los humanos están ante la misteriosa vida interior de los clones -tal y como la imaginan o barruntan, en lo que los humanos (convencionales) experimentan al verlos e interactuar con ellos, el recelo, el temor, también la piedad ante sus posibles sueños e ilusiones, que en ningún caso van a cumplirse. Kathy, Tommy, Ruth y los demás seres de Hailsham no parecen tener derecho a esperanza alguna, y sus vidas se desenvuelven en medio de un absurdo tan radical que resulta inconcebible, y del que en ningún caso son conscientes, ya que se les oculta con minucioso cuidado.

Never Let me Go es también una novela de terror, si bien de un terror discreto que se va desplegando calladamente, a la manera del Henry James de Otra Vuelta de Tuerca. Es en el tramo final, en sus últimas páginas donde el lector de pronto vislumbra el punto de vista de los seres que narran, y así la nueva perspectiva adquirida lo sobrecoge. Y es que entonces comprende cabalmente qué es exactamente lo que ha estado leyendo, las páginas anteriores se presentan bajo una nueva luz, tan nítida como siniestra. Alcanzas a ver el mundo a través de los ojos del trío protagonista y su horror y extrañeza convergen con la propia experiencia humana.

Ishiguro o Ian McEwan están entre los autores que escriben ya la literatura del futuro, y frente a su escritura los viejos temas ya casi parecen irrelevantes, a los que tal vez sólo queden ligeras variaciones estéticas. Hace sólo un par de décadas que iniciamos un milenio que se presenta rebosante de disrupciones tecnológicas. Va a ser este, está siendo, un milenio crucial en la historia de nuestra especie. Es hora de abrir paso a los nuevos grandes asuntos que más habrán de ocuparnos en un porvenir casi cercano, a su exploración filosófica, ética, literaria. El tiempo, en cierto modo, apremia.

Muerte de la Luz, de George RR Martin

“Dirk supo que debía marcharse o moriría allí. Durante un rato estuvo pensado en esa posibilidad; Morir parecía una idea excelente, pero no le convencía del todo. Pensó en Gwen”.

Hubo un tiempo en que Gerge RR Martin no era un autor de fama mundial, sino más bien un oscuro escritor de culto. Durante años, Dying of the Light fue en España una especie de joya medio escondida, incluso habiéndose traducido ya en 1979. Se mencionaba como favorito, pero en realidad pocos lo habían leído.

Martin eligió con audacia el título a partir de un célebre verso de Dylan Thomas (Rage, rage against the Dying of the Light), y nos presenta un escenario tan ominoso como impresionante. La historia gira en torno a dos antiguos amantes, Dirk t’Larien y Gwen Delvano, y se desenvuelve en un rogue planet o planeta errabundo, llamado Worlorn. ¿Qué es un planeta errabundo? Pues uno que no orbita en torno a ninguna estrella, sino que se encuentra perdido en el profundo espacio entre estrellas, excepto en aquellos momentos en que se acerca temporalmente a la proximidad de algún cuerpo estelar. Los planetas errabundos no son ficción. Existen en realidad, y muchos ya han sido identificados (aunque ninguno todavía en 1977, cuando DOTL se publicó por vez primera).

Dirk viaja a Worlorn para reunirse con Gwen, años después de que terminara su historia de amor. El planeta había sido terraformado (es decir, tecnológicamente transformado en un lugar habitable para los humanos). De manera algo caprichosa, pues se hizo con el único propósito de celebrar en él un gran Festival de las Culturas: las de los 14 planetas exteriores, todos habitados por humanos con sus ricas y diferentes antropologías. La terraformación se llevó a cabo aprovechando que Worlorn iba a estar, durante unas pocas décadas, en la proximidad de un grupo de estrellas, recibiendo así la luz del día.

Pero ahora el Festival ha terminado y la luz se está extinguiendo, a medida que Worlorn vuelve a internarse en el vacío interestelar. Por la superficie planetaria se diseminan las ciudades abandonadas; y se extienden el hielo, la descomposición y la muerte. Este es el lugar sombrío al que Gwen le pide a Dirk que se traslade, después de años de no escuchar una palabra de ella. DOTL es una love story, está claro. Con historias así, podríamos dar con un nuevo subgénero CF (ciencia ficción romántica), pero DOTL es también aventura, violencia y una especie de constante fiesta antropológica. El universo de Dying of the Light es similar al de las Fundaciones de Asimov en el sentido de hallarse poblado íntegramente por humanos, todos originarios de la Vieja Tierra; tampoco aquí hay transformación ni mejora genética de ninguna clase, y así la condición humana permanece sin cambios, perfectamente reconocible.

Dying of the Light es early George RR Martin. Larteyn, ciudad de Worlorn inspirada en High Kavalaan (uno de los 14 planetas exteriores), con su cultura viril de tipo medieval, de clanes enfrentados y antiguos códigos de honor, podría darle al lector un primer indicio de la futura Game of Thrones.

Foto: Muerte de la Luz. Gigamesh. Barcelona, ​​2011. Traducido por Carlos Gardini.

Consciencia, de Teresa Colom

Consciencia (2019) es ciencia ficción en catalán de la andorrana Teresa Colom, autora de la que hasta ahora no tenía noticia. Se trata de un libro cortito y de una calidad sorprendente. Como thriller tecnológico es un auténtico page-turner. El único “defecto” que quizá le he encontrado es que no me parece demasiado creíble como escenario de anticipación cercana. Me refiero al que podemos considerar su tema principal: la transferencia de mentes humanas desde su soporte físico (cerebro) hacia un entorno informático o digital.

Mente y cerebro son todavía demasiado poco conocidos como para imaginar ninguna tecnología que pueda conseguir, a tan corto plazo (dentro de este mismo XXI en que ya estamos), una transferencia tan alucinante. La complejidad de una red neuronal humana es hoy simplemente inabarcable.

La consciencia es quizás el mayor enigma que existe. Nuestra ciencia no comprende aún su naturaleza y origen, aunque desde luego existen hipótesis solventes como la de Penrose-Hamerroff. No es evidente su utilidad evolutiva, pero es lo que da cualquier significado a la existencia humana. Sin ella, no seríamos más que autómatas (zombies filosóficos) y nuestra presencia en la tierra no tendría mayor sentido existencial que la hierba, al margen de nuestra mayor complejidad biológica.

Por supuesto el tejido nervioso está formado de materia ordinaria: no hay en dicho tejido ningún átomo especial que sólo esté presente en él. Sólo los habituales carbono, oxígeno, hidrógeno, nitrógeno, fosforo, etc. Y hasta el último de esos átomos de la red neuronal será substituido por un átomo distinto (del mismo tipo) al cabo de sólo siete años. Por tanto la mente o la consciencia, sea lo que eso sea, no emanaría tanto del tejido nervioso en sí mismo, como de un determinado orden o configuración de los átomos de ese tejido.

Parece pues razonable que, si somos una especie de código, éste pueda reproducirse en otro soporte o vehículo distinto de nuestra masa encefálica, y sin que éste soporte deba ser necesariamente biológico. ¿Pero se conseguirá esto en el mismo XXI? Parece casi imposible.

Consciencia nos sitúa en el año 2090. La mente de Laura Verns lleva ya 20 años transferida al mundo digital. Su cuerpo, enfermo de cáncer, ya desapareció hace mucho. Ahora, Laura debe afrontar un riesgo inesperado y terrible: su posible borrado del sistema. Que no sería sino su muerte definitiva. A lo largo de la narración existen flashbacks hacia el pasado que nos explican el desarrollo de la tecnología de transferencia; y cómo era Laura cuando todavía tenía un cuerpo y habitaba el mundo físico. En Consciencia existen interesantes reflexiones sobre las emociones, la identidad y la memoria. Las necesidades y renuncias de las mentes traspasadas para poder existir. Y es justamente aquí donde está el corazón de la historia, y la raíz de su misterio.

Soy de la opinión de que la ciencia ficción es el gran género literario del futuro. La ciencia y la tecnología son las grandes fuerzas sociales del milenio, y si a la literatura le queda un gran papel que ejercer es justamente el de examinar su impacto en los asuntos humanos. Y el misterio de la consciencia, así como sus posibles tecnologías futuras asociadas sin duda es, o será, uno de esos grandes asuntos.

Crisis: Cómo reaccionan los países, de Jared Diamond

Jared Diamond (Boston, 1937) se licenció en Bioquímica en Cambridge (UK). Comenzó su doctorado en Fisiología, trabajando en la biofísica de la membrana de la vesícula biliar. Pero en el verano de 1959 tuvo una primera crisis personal, al considerarse una nulidad en el trabajo de laboratorio. Lo que le apasionaba eran los idiomas. Soñaba con ser intérprete en Ginebra. Pero una honesta conversación con sus padres, y el suficiente soul searching, le llevaron a pensar que, en cuanto a dominio de idiomas, “nunca podría competir con un suizo”. Resignado, volvió a Cambridge y completó su doctorado en Fisiología.

Junto a las lenguas (además de inglés, habla finlandés, español, alemán y otros), desarrolló una pasión por la Ornitología. Luego derivó hacia la Geografía y la Historia ambiental. Diamond es lo que en el mundo anglófono se llama un polymath. Abarca saberes aparentemente alejados, que sabe conectar de manera rigurosa. 

En Armas, Gérmenes y Acero (1997), Diamond se pregunta, con la falta de complejos de un biólogo evolutivo, la razón por la que los euroasiáticos desplazaron política y económicamente (es decir, dominaron) a africanos y nativos americanos, y no al revés. Pero que nadie se asuste. Sus conclusiones aluden, no a la genética, sino a las diferencias geográficas y ambientales. 

En El Mundo Hasta Ayer (2012), Diamond reflexiona sobre lo que pueden aportarnos las sociedades tradicionales. Pues mucho. Después de todo, las “sociedades tradicionales” son o fueron estructuras que, tras milenios de ensayo-error, se han acomodado al fin a un cierto tipo de orden con que un colectivo puede gestionar la enorme complejidad del mundo y la naturaleza humana. Por tanto, es de utilidad estudiarlas a fondo y aprovechar de ellas lo que se pueda.

En Cómo Reaccionan los Países a las Crisis (2019), se examinan siete casos: Finlandia, Japón, Alemania, Chile, Indonesia, Australia y EEUU. Finlandia es especialmente interesante. Este país había sido provincia de la Rusia zarista y en 1939, su destino no parecía otro que el de ser absorbida por la URSS, igual que lo fueron las repúblicas bálticas. Pero se las arregló, mediante un inteligente funambulismo político, para mantenerse dentro del bloque Occidental durante toda la guerra fría.

¿Cómo lo logró? El truco consistía en no jorobar demasiado a la URSS. El país se mantenía teóricamente al Oeste del Telón, pero con discreción y mano izquierda. Incluso se permitía colaborar con los soviéticos hasta cierto punto, de manera que estos considerasen a Finlandia más valiosa dentro del bloque occidental que, simplemente anexionándosela e incorporarla al bloque socialista. Un ejemplo de los delicados equilibrios de Finlandia en aquellas décadas inquietantes fue su rechazo a publicar, al contrario que los demás países occidentales, el Archipielago Gulag de Solzhenitzyn. Esta obra desnudaba al estalinismo y causó una enorme irritación en la URSS.

De origen, Jared Diamond es un biólogo o fisiólogo. Alguien procedente de las ciencias experimentales que, a lo largo de su carrera, fue evolucionando hacia la geografía, la antropología o la historia, es decir, disciplinas más asociadas al ámbito de las ciencias sociales o humanas. Y en su análisis de cómo los países enfrentan las crisis y superan (si lo hacen) el riesgo de colapso, Diamond identifica patrones y regularidades en la evolución de esas Super-Tribus (*) que llamamos Estados. Es la mirada del científico experimental: arma modelos teóricos pacientes y desapasionados que luego contrasta, no con la ideología, sino con la evidencia factual.

(*) El concepto de Supertribu, o tribu a gran escala, para referirse a los Estados lo leí por primera vez en Desmond Morris (The Naked Ape, 1967). Conservamos nuestra genética tribal, pero la apoteosis de nuestra sociedad y cultura a lo largo de los milenios la ha acabado proyectando a una escala ya no local, sino planetaria.

La Voz del Amo, de Stanislaw Lem

A pesar de su densidad, La Voz de Su Amo (1968), es una de las novelas más fascinantes del polaco Stanislaw Lem (1921-2006), acaso el más grande autor de los que hayan escrito en eso que suele etiquetarse como ciencia-ficción. Pero más allá de los etiquetajes (que a menudo solo sirven para alimentar prejuicios y dificultar una valoración crítica y/o estética adecuada), con Lem sin duda estamos ante uno de las mayores figuras literarias del siglo XX. Y ello a pesar de que quizá algunos críticos y académicos (de formación esencialmente humanística) no estarían muy de acuerdo con este aserto.

Personalmente estoy convencido de que la importancia de Stanislaw Lem dentro del mainstream literario irá creciendo según avance el presente siglo. Tal cosa sucederá a medida que el impacto social y cultural de la tecnociencia (cada vez más abrumador y gigantesco) se deje sentir también en el mundo de la creación con propósito estético. De hecho, si hablamos de humanidades, no hay una mayor que la ciencia y el conocimiento basado en la evidencia, y tal idea no puede sino abrirse paso con el tiempo.

En La Voz de su Amo, Lem nos presenta un escenario similar al de Contact (1985) de Carl Sagan. Un mensaje procedente de las estrellas llega a la Tierra, se abre camino hasta el corazón de nuestra civilización, dejando a nuestros científicos e intelectuales llenos de zozobra. Mientras se dilucida si dicho mensaje es o no de origen artificial (es decir, si procede de una tecnología extranjera desde un planeta y un sol distantes), el impacto de dicho mensaje sacude todos los departamentos de nuestra cultura humana. Todo se ve sacudido y fuertemente influenciado. Desde la teología hasta el arte, pasando por la filosofía, la antropología, la psicología, la sociología o la política. La Voz de su Amo puede leerse, igual que otras obras de Lem, como uno de esos ricos y rebosantes textos borgeanos que se mueven entre la ficción y el ensayo, que borran la divisoria entre géneros.

La obra de Stanislaw Lem no es solo un verdadero festín intelectual: es también una representación de la cultura en un sentido total: aquel que incluye la ciencia experimental y la técnica en el entramado de nuestra vida y preocupaciones.

la Revolución Inacabada de Einstein, de Lee Smolin

La física cuántica estudia la materia y la energía en el nivel subatómico. Industrias enteras, y desarrollos tecnológicos hoy imprescindibles, dependen de ella. Un ejemplo sería ese minúsculo supercomputador multimedia (un millón de veces más potente que los ordenadores de 1970) que todos llevamos distraídamente en el bolsillo. La física cuántica no es sólo un puñadito de ideas fantásticas. Es un extraordinario modelo explicativo acerca del funcionamiento de lo real. Y al contrario de otros modelos físicos abstrusos, como las cuerdas, la cuántica sí tiene apoyo experimental y de ella ha brotado una potente tecnología.

Pero hay un problema, y gordo. La física cuántica genera paradojas conceptuales que nos desconciertan. Feynman dijo famosamente que “en realidad, nadie en el mundo la entiende”. Y esto lo dijo él, auténtico mago de la electrodinámica cuántica.

Asociamos la mecánica cuántica con la explicación antirrealista de Copenhague. Así
llamada porque la lideró (y acabó imponiendo) Niels Bohr; en su casa de la capital danesa y a modo de mentor, se reunía con la joven generación de físicos. El grupo iba a apuntalar, a lo largo de los años 20, esa versión (irrealista) hoy dominante: la realidad sólo colapsa cuando un observador, al observar, la obliga a definirse. Mientras tanto, existe en un estado de indefinición, de superposición de estados. (El gato vivo-muerto del experimento mental de Erwin Schrödinger).

La interpretación antirrealista de Copenhague fue impulsada por un grupo de físicos de corte platónico-kantiano, embebidos en filosofía idealista. (Es fama que Heinsenberg era capaz de recitar de memoria el Timeo de Platón). Hacia 1930 el trabajo estuvo completado, y la interpretación de Copenhague se hizo canónica.

Smolin deplora esta situación. En un momento de su libro se lanza a imaginar un mundo paralelo (everettiano, lol) en que no se ha impuesto la escuela de Copenhague, como en el nuestro, sino una alternativa “escuela de París”, con el príncipe Louis de Broglie de casamentero, en lugar de Bohr. Una escuela parisina que hubiese apuntalado una interpretación realista a la cuántica y hubiese así mantenido a la Física en sus sólidos fundamentos del XIX, evitando el afantasmamiento conceptual que hoy padece.

Borges observó que “todos los hombres nacían aristotélicos o platónicos”. Cambian las épocas y las circunstancias, pero nunca los eternos antagonistas. La historia de la interpretación cuántica sería un nuevo ejemplo de este diálogo inacabable, que recorre los siglos. A un lado Bohr y Heisenberg, antirrealistas. Al otro De Broglie, Schrödinger y el mismísimo Einstein, realistas. Ganaron los primeros.

¿Por qué sucedió esto? No olvidemos el clima intelectual de los años 20, el hundimiento del orgulloso racionalismo del XIX tras la hecatombe de 1914-18, el triunfo de alocadas vanguardias y filosofías irracionalistas. Spengler y sus decadencias. ¿Cuáles fueron las lecturas de juventud de Bohr y Heisenberg y resto de antirrealistas? Qué textos fueron los que cimentaron su formación, su visión del mundo, en torno a 1920-25? Se me ocurre que esto podría ser un detalle no menor. Nuestro mundo actual de 2022, su alucinante atmósfera intelectual, puede que hunda sus raíces también ahí.

Smolin se declara realista, y hubiera anhelado que triunfaran los realistas en aquella colosal pugna intelectual, cerrada (en falso) hacia 1930. Einstein también era realista, y siempre abominó del peligroso camino que había emprendido la Física. Sus diálogos con Bohr debieron ser extraordinarios. Pero sólo nos han llegado algunos retazos a través del danés.

A Smolin tampoco le satisface la interpretación “intermedia” de Everett, la de los mundos paralelos, una interpretación que podríamos considerar como quasi-realista o realista ma non troppo. Y no le satisface no sólo en un plano intelectual. Es muy interesante el reparo ético que apunta en su discusión, y que dificultaría aceptar la propuesta de Everett: si los mundos paralelos son tan reales como el mundo que habitamos, si en algún lugar (que nos resultará siempre inalcanzable) su realidad es tan tangible como aquí la nuestra, esto podría dañar nuestra motivación para mejorar nuestro mundo, el único al que tenemos acceso, nuestra versión de Realidad. El dolor global en el conjunto de universos seguiría siendo infinito, hiciésemos lo que hiciésemos en el nuestro. Cualquier mejora sería, considerando el conjunto, infinitesimal.

La Revolución Inacabada de Einstein de Lee Smolin es un texto serenamente combativo. Para el autor, resulta vital crear (o revivir) alguna potente interpretación realista de la mecánica cuántica. En el pasado existieron tales interpretaciones realistas. (Un ejemplo fue la teoría de la onda piloto de De Broglie, que cayó en el olvido). Hay que volver a transitar esa vía.

Según Smolin, si es necesario, habrá que escarbar en la historia del pensamiento, buscar ideas en estos dos milenios y pico de Filosofía, hasta dar con un modelo que concuerde con los datos experimentales, pero sin que ello implique renunciar a la valiosa idea de un mundo externo real, independiente de nuestros sentidos, de nuestra mente, y sus fantasías y constructos.

Fenómenos insidiosos como el postmodernismo y la idea de que la ciencia es sólo una narrativa entre otras puede que sean tan sólo desgraciados efectos secundarios de la actual evanescencia de la Física. Urge que esta recupere su solidez conceptual, su antiguo compromiso con el realismo, o el mal acabará extendiéndose por toda la cultura humana, un proceso que lleva décadas en marcha y está ya peligrosamente avanzado. El actual antirrealismo de la física da alas a los irracionalistas, como vemos casi a diario con unos dogmas políticos cada vez más delirantes.

La ciencia y la tecnología son nuestras únicas herramientas de combate frente a un universo indiferente y cruel. No podemos permitir que estas herramientas se oxiden y fragilicen como consecuencia de desfallecimientos conceptuales. Hay que volver a la senda realista. Nos jugamos la civilización. El futuro, y la supervivencia.